Un capellán, cuentan, se aproximó a un herido en medio del fragor de la batalla y le preguntó: ¿Quieres que te lea la Biblia? – Primero dame agua que tengo sed, dijo el herido.
El capellán le convido el último trago de su cantimplora, aunque sabía que no había más agua en kilómetros a la redonda. – ¿Ahora?, preguntó de nuevo. – Primer dame de comer, suplicó el herido.
El capellán le dio el último mendrugo de pan que se atesoraba en su mochila. – Tengo frío, fue el siguiente clamor, y el hombre de Dios se despojó de su abrigo de campaña pese a frio que calaba y cubrió al lesionado.
Ahora sí, le dijo al capellán. Háblame de ese Dios que te hizo darme tu última agua, tu último mendrugo y tu único abrigo. Quiero conocerlo en su bondad.
¿A que Dios estamos dando a conocer? ¿A ese Dios de bondad? ¿A ese Dios de amor?, ¿A ese Dios todopoderoso? Porque la gente quiere conocer a este Dios incomparable.